Un seductor experimentado sabe cuán valioso es detectar rápido los clichés de su presa.
Piense en su manía más vergonzante. Ubíquela. Recréela en su cabeza. Ahora piense qué le ruborizaría más: ser pillado en el clímax de la ejecución de su [deliciosa] maña o ser sorprendido con unos parlantes conectados a su cerebro que amplificaran (¡sin editar!) lo que piensa de las cosas cuando le pasan. Difícil, ¿no?
Hay días en los que uno tiene el ánimo tan abajo, tan en el suelo, que gustosamente se cambiaría por cualquiera.
La espiritualidad nos conecta con la esencia interior y está en la base de nuestra felicidad.
¿Se ha hecho esa pregunta? (por favor detenga la lectura aquí unos segundos y conteste cuál sería para usted el premio gordo de la lotería de la vida antes de avanzar en el artículo): ¿ser millonario?; ¿tener el trabajo de los sueños?; ¿coincidir con su media naranja?; ¿zafarse de quien creyó era su media naranja pero resultó siendo su medio limón? Ojalá lo que tengo para decir hoy no le resulte decepcionante porque el premio mayor de esta lotería no vendrá desde afuera: el gran golpe de suerte será que en algún momento de su vida (o en muchos momentos de su vida, ojalá) la existencia de alguien sea mejor gracias a usted (gracias a su trabajo, a su amor, a su dinero, a su tiempo: a un poco de energía de la suya, pues).
Cuando algo (o alguien), por fascinante que sea, se mantiene en la categoría de “enloquecedor”, “delicioso” (o como prefiera llamarlo) pero usted impide que adquiera estatus de “indispensable”, una sonrisita de seguridad se dibujará automáticamente en su rostro. Ya que hay cosas frente a las cuales no vale la pena desgastarse tratando de entender su por qué sino que basta con entender cómo son, esta reflexión es crucial para su felicidad: por alguna causa, mientras algo le importe demasiado, no le va a pasar o no va a durar. La vida suele apartarnos de lo que creemos imprescindible. Por eso es que a veces nos ocurren cosas positivas y nos decimos “Ah: ¡si esto me hubiera pasado hace 10 años, cuando tanto lo soñaba!”. Eureka: si le hubiera pasado hace 10 años, cuando tanto lo soñaba, con seguridad se habría enganchado.
Si lo que menos tenemos es tiempo, ya no es tan cierto que “El tiempo es oro”: a juzgar por su escasez, las horas del adulto se cotizan por lo menos al precio del platino (o hasta del plutonio). La mayoría de nosotros se siente viviendo contra el reloj porque por lo general se pasa su vida trabajando. En ese estado actual de cosas el silogismo que rige la cotidianidad del humano en edad productiva hoy es simple: el 75% del tiempo que estamos despiertos lo invertimos en trabajar y las cosas que pasan en la oficina no se quedan allá sino que nos acompañan, como la sombra, hasta la casa (¡hasta la cama!); por lo tanto, vivir un infierno en el trabajo es prácticamente una garantía de vivir un infiernito personal.
Hija, como soy, de este sistema, tengo que admitir que en mi cabeza rondan todos los sueños del capitalismo de Adam Smith: me gustaría comprar una casa grande; tengo la suscripción a Vogue para soñar; por supuesto quiero el nuevo iPhone y claro que estaría encantada de pasar un fin de semana en el Ritz de París. La dinámica del bienestar capitalista es simple: usted da el dinero y a cambio se libera del pesar de tener lo mismo de siempre. “El encanto dura lo que dure el deseo. Y, cuando se desencante, tranquilo: le vendemos un sueño nuevo”. Impecable.
De manera independiente a las convicciones religiosas (o a la ausencia de las mismas) en cada uno de nosotros, la Felicidad sí encuentra en la vida espiritual un componente determinante.
Lo grandioso es grandioso porque usted así lo declare
Todo depende de lo que vamos a entender por “gran”. No podemos seguir haciéndonos el mal de creer que para que algo sea ‘grandioso’, tiene que ser ‘perfecto’. Pensar así sólo conseguirá que la felicidad sea un espectáculo que continuaremos mirando desde la ventana, como ese al que no le alcanzó para pagar el boleto de entrada al show. Esta vez hagamos las cosas al derecho: aceptemos que, muchísimas veces, menos, es más.
Pareciera que nos hacemos grandes cuando se nos incuba en el alma una urgencia por “querer llegar”. A ningún lado en particular pero de todos modos nos urge. Nos levantamos sintiendo que ya vamos tarde. Es un afán que se justifica por el afán en sí mismo y que nos hace sentir tan culpables si no estamos haciendo algo productivo que cuando nos queda un rato libre –leí en algún lado-, ya no sabemos si de verdad tenemos tiempo libre o si es que se nos está olvidando algo que teníamos pendiente de hacer.
Además de “sentirse culpable por todo”, ¿qué otro talento tiene usted? En este mundo, mientras unos tienen vocación de servicio, otros de investigación, etc., hay muchos que tienen (que tenemos) vocación de culpa. Comprendemos que sentirnos mal por el pasado es tan útil como llorar sobre la leche derramada pero insistimos en sentirla sin fijarnos en el lío adicional: la culpa, como las hamburguesas, suele venir en combo. En este caso con miedo y vergüenza. Y en combo agrandado, claro.